miércoles, 21 de marzo de 2012

Hechos que se vuelven recuerdos.

"She loves you yeah, yeah, YEAH!". Ese fragmento de una de las mejores canciones de todos los tiempos resuena en mi cabeza en este momento. Puedo mirar a mi alrededor e imaginar lo que estarán pensando los que están sentados acá. Primero y totalmente obvio: números. Se supone que estamos en la última evaluación de la Mari (matemática) así que, como mucho estarán pensando si el gráfico va para arriba o para abajo. Algunos como yo, están en otra. Mayra lee historia, Cami boludea con el blackberry, Sergio y Chapa imagino estarán hablando de alguna serie, a lo sumo de algún juego, porque parecen estar intercambiando opiniones. Más adelante, Piru está semidormido y ahí aparece el personaje fatal: Horacio. Desde la puerta mira, vigila, creyéndose un agente de la CIA. Lo veo a Juancho con su celular, quiero hablarle pero el deber me llama y debo preguntarle a Iris cómo se resuelve uno de los ejercicios de Julia. Franco se para, (un poco con cara de resignado) y entrega la prueba. Se sienta, es el primero en mirarme y me pregunta qué estoy escribiendo, pero no le quiero contar. Porque en realidad no estoy escribiendo nada, sólo divago y doy vueltas por mi mente. Nati mira la fotocopia de historia con un vestigio de desesperación recorriendo su cara, parece no entender lo que lee o a lo sumo, parece no creerse capaz de poder aprenderlo para la última hora. Walter y Victor conversan, no me quiero ni imaginar sobre qué. Luz, con la mirada perdida, apunta hacia la ventana. Fede terminó. Mica mira su prueba y duda, mueve la cabeza mientras analiza su próximo paso. Descubro a Franco mirando lo que escibo, levanto el cuaderno y le clavo una mirada matadora. Se da vuelta. Andux, como en todas las pruebas, saca el libro o la carpeta para ver, confirmar, algo que le quedó colgado, y como es de esperar, la cagan a pedos. Entrega Iris. Atrás de ella va Nahuel. Y cambio mi hoja. "¿Puedo leer?" Suelta Franco. "No", le contesto sin pensarlo. Gonza tiene dudas, consulta a la Mari y ella contesta superficialmente. Sofi está muy metida en su hoja. Borrando, escribiendo. Maca se levanta. Terminó. Mica con su cara todavía pensativa, entrega la suya. ¿No queda otra, no? Soledad y la otra Sofía hablan sobre comida, lo puedo escuchar desde acá. ¡Qué hambre que tengo! Javier intenta conseguir información pero la Mari lo manda a freír churros. Vuelve a su asiento. Escucho palabras, escucho suspiros, hasta puedo sentir la desesperación de algunos de ellos. Quienes tienen su prueba y quienes ya la entregaron. Todos. La Mari recuerda que quedan sólo diez minutos. El murmullo invade el aula. Silvana llama para intentar despejar dudas, Melina parece estar decorando su prueba más que resolviéndola. Camila me llama, quiere darme asco chupando su botella de agua, no lo entiendo, me doy vuelta sin decir nada. Escucho la risa de Chapa de fondo, tan particular, tan como un ganso. La Mari pide silencio. Busco una palabra en internet porque no estoy segura de haberla escrito bien. Efectivamente, estaba mal. Todos hablan, ya no puedo asegurar lo que pueden estar pensando, tampoco lo que hablan.
El problema es que no me interesa. El aire y el ruido de afuera entran por la ventana recién abierta. Es como si no pudiera escuchar mis pensamientos. Los ruidos invaden, las palabas penetran por mis oídos y se meten en mi cabeza. Voy perdiendo la concentración. Voy dejando ltrs n l camno. Voy prndo e p...

Que raro encontrar esto tanto tiempo después y saber que nunca lo voy a poder volver a ver. Que nunca volveremos a eso. Que se terminó para siempre. ¡Qué grande que estoy! Que bien que la pasé. Hechos que se vuelven recuerdos. Gracias.

domingo, 18 de marzo de 2012

Cuando llegue la hora.

Qué pasaría si me muriera en este instante? Si mi corazón de repente dejara de latir, mi cerebro no pudiera cumplir con sus funciones, si mis ojos se apagaran hasta quedarse completamente sin vida? Cómo se sentirá dejar de estar? Es una buena pregunta para un sábado a las 5 de la mañana, pero lamentablemente no tiene ninguna respuesta. A veces sólo puedo pensar en eso, es como si de a ratos necesitara conectarme con mi final. Que no sé ni cuándo ni cómo va a llegar, pero que inevitablemente sucederá. Hay tantas preguntas que quisiera poder responderme, pero sólo puedo hacerlo en mi imaginación. Pueden existir muchas teorías, incluso puedo hablar horas y horas sobre lo que yo imagino, pero es una realidad que, es una de las incógnitas más grandes que existen. Pero lo que más me intriga de todo, incluso mucho más que la idea de un paraiso o incluso un infierno, es el hecho de si es verdad que uno lo presiente. Será cierto que uno de alguna manera siente que se acerca el final? Cómo será esa sensación de que todo está por acabar? Yo lo imagino como algo relacionado a la necesidad de despedirse de los seres queridos. Siempre escucho a la gente decir (después de la muerte de alguien), que tal persona antes de morir hizo o dijo algo que ahora lo relacionan con esta sensación de saber que tu tiempo se termina. Y no sé si es la naturaleza del ser humano de ser un buscador de coincidencias o si de verdad tenemos ese sexto sentido que nos permite irnos en paz.
A mi no me interesa saber cuánto tiempo más voy a vivir, tampoco quiero saber cómo ni por qué voy a dejar de hacerlo, pero lo que si quiero es poder saber que mi momento se aproxima. Cuando llegue la hora, quiero poder haber disfrutado tanto de la familia y amigos, lo suficiente como para dejarlos tranquilos. Porque vivir a pleno cada segundo es lo que de verdad nos hace felices y nos llena el alma. Aprovechar cada instante, cada sonrisa, cada milésima por cortita que sea, porque aunque seamos capaces de sentir que nos vamos apagando, sólo nosotros lo podemos saber. Disfrutemos de los otros, porque cuando se hayan ido, ya no habrá vuelta atrás. Cuando llegue la hora, espero que lo sepamos, porque en ese segundo, todo terminará para siempre.

martes, 13 de marzo de 2012

Bajar la cabeza y aceptar.

Hay veces en las que explicar lo que nos pasa se nos hace prácticamente imposible. Lo que nos pasa por dentro es muy extraño, como si, la angustia misma no nos dejara deshacernos de ella. Como si nos tuviera agarrados tan pero tan fuerte que la sola idea de querer exteriorizarlo nos ahogara. Porque cuando estamos tristes, aunque digamos que queremos ponernos bien, es una realidad que sólo queremos estar peor. Porque para poder volver a reconstruirnos desde los escombros, primero tenemos que destruirnos hasta que no quede más que un montón de polvo. Pero es difícil darse cuenta, y más difícil aún es aceptarlo. En la vida, vemos muchas adicciones. A veces se torna sorprendente cuántos tipos de adicciones existen. Ojalá fuera tan simple como drogas, alcohol y cigarrillos. Pero no, entre muchas otras, la tristeza también forma parte de las adicciones. Hay gente que se pasa su vida triste, porque le gusta la sensación que le produce, le gusta llorar, aunque yo personalmente no lo comparto ni lo entiendo. Pero no es fácil salir de ellas. Creo que lo más dificultoso al dejar una adicción es querer dejarla. Es decir, por algo nos hacemos adictos, ¿no? Mucas veces, cosas que empezaron como parte normal de tu vida en algún punto cruzan la línea hacia lo obsesivo, hacia lo compulsivo. El decir que mañana estaremos bien por ejemplo, el dejarnos a nosotros para el día después. Porque así, perdés el control. El punto en el que estás bien más allá de todo. El momento en el que no necesitás nada que no sea a vos, a lo sumo a un gran amigo. El momento en que nos elevamos. Porque elevarnos hace que todo lo demás desaparezca. El tema es que, algo común a todas las adicciones tiene que ver con que nunca terminan bien. Porque la ayuda tarda en llegar. Lo que te droga deja de hacerte sentir tan bien, de darte ese placer momentáneo, y empieza a hacerte mucho mal. Aún así, dicen que no dejamos el hábito hasta que no nos golpeamos contra las rocas del fondo. Cuando tocamos el fondo del mar, porque somos tan pero tan egocéntricos que no sabemos pedir ayuda a tiempo.
Quizá sea el orgullo, o quizá sea solamente hacerse el duro, pero alguien como yo por ejemplo, nunca admite que necesita ayuda a menos que sea absolutamente necesario. Creo que no necesito pedir ayuda porque soy mucho más dura que todo eso. Tengo la fuerza, pulo las imperfecciones yo sola, soy fuerte. O al menos, eso es lo que quiero que la gente piense. Muy adentro, a todo el mundo le gusta pensar que puede ser fuerte. Me gusta creer que puedo con todo, que soy autosuficiente, pero es una realidad que no puedo, de hecho, cada vez me doy cuenta que es menos lo que puedo hacer sola. Porque como dije antes, la vida es un deporte de equipo, y son los otros quienes me tienen que ayudar a jugarla, a enfrentarla todos los días. Para que mis agujeros negros, esos que aparecen cuando se les canta y se van de la misma forma no me coman. Para que mis miedos, mis angustias, mis problemas, parezcan diminutos a la vista. Aunque sufrir sea una porquería, no estamos listos, bajo ningún concepto, para dejar de hacerlo solos. Porque ser fuerte no se trata solamente de ser duro. Se trata de asimilarlo. A veces, tenés que darte a vos mismo permiso para no ser fuerte por una vez. Para dejarte caer en los brazos de tus amigos, que siempre van a estar preparados para atajarte. Lo bueno de la caída libre, de caer sin parar, es que le damos a nuestros amigos la maravillosa oportunidad de atajarnos. No tenemos que ser duros a cada minuto del día. Está bien bajar la guardia. Pero, ¿cuándo sabemos que estamos ahí? Listos para rendirnos frente a nosotros mismos. Porque no importa cuánto daño algo nos esté haciendo, a veces dejarlo ir duele todavía más. Y nos asustamos, le tememos a la sensación de no tener un motivo para ponernos mal. Pero tenemos que dejarlo ser, dejar que la angustia nos coma tanto pero tanto que llorar pierda su sentido. Porque cuando ese momento llegue, sólo vamos a poder sentirnos mejor. De hecho, hay momentos en los que rendirnos es lo mejor que podemos hacer. Siempre que elijamos los momentos con sabiduría.
Cuando ya no nos queda la energía necesaria para ser fuerte, cuando logramos admitir que no podemos con todo, mejor dicho, que no podemos con casi nada, crecemos. Bajamos la cabeza y aceptamos que somos tan pero tan maduros que podemos dejarnos agarrar, ser salvados desde lo más profundo de nosotros.