martes, 13 de marzo de 2012

Bajar la cabeza y aceptar.

Hay veces en las que explicar lo que nos pasa se nos hace prácticamente imposible. Lo que nos pasa por dentro es muy extraño, como si, la angustia misma no nos dejara deshacernos de ella. Como si nos tuviera agarrados tan pero tan fuerte que la sola idea de querer exteriorizarlo nos ahogara. Porque cuando estamos tristes, aunque digamos que queremos ponernos bien, es una realidad que sólo queremos estar peor. Porque para poder volver a reconstruirnos desde los escombros, primero tenemos que destruirnos hasta que no quede más que un montón de polvo. Pero es difícil darse cuenta, y más difícil aún es aceptarlo. En la vida, vemos muchas adicciones. A veces se torna sorprendente cuántos tipos de adicciones existen. Ojalá fuera tan simple como drogas, alcohol y cigarrillos. Pero no, entre muchas otras, la tristeza también forma parte de las adicciones. Hay gente que se pasa su vida triste, porque le gusta la sensación que le produce, le gusta llorar, aunque yo personalmente no lo comparto ni lo entiendo. Pero no es fácil salir de ellas. Creo que lo más dificultoso al dejar una adicción es querer dejarla. Es decir, por algo nos hacemos adictos, ¿no? Mucas veces, cosas que empezaron como parte normal de tu vida en algún punto cruzan la línea hacia lo obsesivo, hacia lo compulsivo. El decir que mañana estaremos bien por ejemplo, el dejarnos a nosotros para el día después. Porque así, perdés el control. El punto en el que estás bien más allá de todo. El momento en el que no necesitás nada que no sea a vos, a lo sumo a un gran amigo. El momento en que nos elevamos. Porque elevarnos hace que todo lo demás desaparezca. El tema es que, algo común a todas las adicciones tiene que ver con que nunca terminan bien. Porque la ayuda tarda en llegar. Lo que te droga deja de hacerte sentir tan bien, de darte ese placer momentáneo, y empieza a hacerte mucho mal. Aún así, dicen que no dejamos el hábito hasta que no nos golpeamos contra las rocas del fondo. Cuando tocamos el fondo del mar, porque somos tan pero tan egocéntricos que no sabemos pedir ayuda a tiempo.
Quizá sea el orgullo, o quizá sea solamente hacerse el duro, pero alguien como yo por ejemplo, nunca admite que necesita ayuda a menos que sea absolutamente necesario. Creo que no necesito pedir ayuda porque soy mucho más dura que todo eso. Tengo la fuerza, pulo las imperfecciones yo sola, soy fuerte. O al menos, eso es lo que quiero que la gente piense. Muy adentro, a todo el mundo le gusta pensar que puede ser fuerte. Me gusta creer que puedo con todo, que soy autosuficiente, pero es una realidad que no puedo, de hecho, cada vez me doy cuenta que es menos lo que puedo hacer sola. Porque como dije antes, la vida es un deporte de equipo, y son los otros quienes me tienen que ayudar a jugarla, a enfrentarla todos los días. Para que mis agujeros negros, esos que aparecen cuando se les canta y se van de la misma forma no me coman. Para que mis miedos, mis angustias, mis problemas, parezcan diminutos a la vista. Aunque sufrir sea una porquería, no estamos listos, bajo ningún concepto, para dejar de hacerlo solos. Porque ser fuerte no se trata solamente de ser duro. Se trata de asimilarlo. A veces, tenés que darte a vos mismo permiso para no ser fuerte por una vez. Para dejarte caer en los brazos de tus amigos, que siempre van a estar preparados para atajarte. Lo bueno de la caída libre, de caer sin parar, es que le damos a nuestros amigos la maravillosa oportunidad de atajarnos. No tenemos que ser duros a cada minuto del día. Está bien bajar la guardia. Pero, ¿cuándo sabemos que estamos ahí? Listos para rendirnos frente a nosotros mismos. Porque no importa cuánto daño algo nos esté haciendo, a veces dejarlo ir duele todavía más. Y nos asustamos, le tememos a la sensación de no tener un motivo para ponernos mal. Pero tenemos que dejarlo ser, dejar que la angustia nos coma tanto pero tanto que llorar pierda su sentido. Porque cuando ese momento llegue, sólo vamos a poder sentirnos mejor. De hecho, hay momentos en los que rendirnos es lo mejor que podemos hacer. Siempre que elijamos los momentos con sabiduría.
Cuando ya no nos queda la energía necesaria para ser fuerte, cuando logramos admitir que no podemos con todo, mejor dicho, que no podemos con casi nada, crecemos. Bajamos la cabeza y aceptamos que somos tan pero tan maduros que podemos dejarnos agarrar, ser salvados desde lo más profundo de nosotros.

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