miércoles, 27 de julio de 2011

Daño.

Experimentamos la vida como toros entre porcelana. Una astilla acá, una grieta allá. Nos hacemos daño. Les hacemos daño a los demás. No pensamos, no miramos. Y podemos vivir con lo que causamos, generalmente. Nos hacemos a la idea de que estuvimos mal pero seguimos adelante, a veces intentando dejar atrás eso que nos genera cierta culpa. Y vamos bien, el daño hecho, hecho está. El problema es tratar de controlar el daño que hicimos. O el que nos hicieron. Porque no es fácil arreglar, y menos fácil es arreglarse a uno mismo. La cagamos, nos cagaron. Es así. Estamos hechos para pensar siempre la forma de cagarla y automáticamente cómo resolver eso malo que hicimos. Y somos máquinas de producir errores y como consecuencia de esos errores, de producir daño. Y acá estamos, luchándola todos los días intentando sobrevivir ¿no? Porque si nos quedamos en eso que nos hicieron no vivimos, digo, si nos guardamos todo el daño que nos causaron y no podemos sobrepasarlo, nos come, y nos deja sin salida. Encerrados en un callejón, de esos bien oscuros. Entonces, después de haber sido lastimados una o dos veces, creemos que estamos preparados para que no vuelva a pasar. Creemos que cada vez que nos embarquemos en una nueva relación, sea amorosa o de pura amistad, vamos a estar listos, con todas nuestras armas y defensas para salir ilesos si las cosas se complican. Pero estamos equivocados, porque a veces el daño nos toma por sorpresa. A veces creemos que podemos arreglar el daño. Y, a veces, el daño es algo que ni siquiera podemos ver. Lo sentimos. Aparece y se va, engañándonos. Haciéndonos creer que estamos sanos y salvos, listos para la acción. Pero la verdad es que estamos todos dañados, o eso parece. Algunos más que otros. Unos pueden llevarlo con la frente en alto, con una sonrisa que deja ver todos los dientes. Y otros se vuelven solitarios, introvertidos, no dejan que nadie se les acerque. Y por ende, no se dejan querer. Pero quedarse solo es horrible y si encima quedarse solo es elección propia, es todavía peor. Porque, si bien nos hicieron mal y creemos que no podemos confiar en nadie, ¿encima vamos a darle el gusto al que nos lastimó de no poder salir adelante? Cuando estamos mal, cuando el cuerpo nos duele, cuando queremos tirar la toalla o simplemente gritarle al árbitro que necesitamos un cambio, es cuando tenemos que salir. Resurgir de las cenizas, como el ave Fénix. Cagarnos en aquellos que nos dejaron sin importar nuestro estado, nuestro dolor. Y demostrarles, una y mil veces, que somos mucho, pero mucho mejores. Así como fuimos creados para lastimar, también fuimos creados para vivir con el dolor. Cargamos con el daño desde la niñez. Después, los adultos, dan tan bien como reciben. En realidad, todos hacemos daño. Y después, anteponemos el asunto de arreglarlo. Y lo intentamos, con frecuencia lo arreglamos. Siempre que podemos.

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