domingo, 23 de septiembre de 2012

Mío para siempre.

Es una de esas cosas que uno no quiere escuchar en la vida. Esa llamada que no querés recibir. Esa realidad que golpea tan fuerte que te deja suspendido en el aire.
Fue como si alguien me hubiera abierto el pecho, hubiera arrancado mi corazón y se hubiera ido corriendo. Me cayó como un baldazo de agua fría. ¿Quién está preparado para que le digan que alguien a quien ama con tanta fuerza ya no está? Porque él me entendía, él era distinto, como yo. Y yo lo amo con locura, como a mi amigo, como a mi hermano. Y el hueco que tengo adentro sigue firme, y va a tardar en empezar a sanar. Mi primer reflejo fueron las lágrimas, el segundo fue salir al balcón y el tercero, caer de rodillas. Vencida. A llorar, a llorar de angustia, pero hasta con desesperación, con tanta fuerza que hasta era de bronca. La bronca de que la vida me hubiera arrebatado a otro ser querido, de tener que volver a pasar por una situación parecida, de saber que nunca más lo iba a volver a ver. Y se me cruzaron mil y un cosas por la cabeza. Y lo que más me resonó de todas ellas, fue ésta: "Por qué no habré ido. Él me mandó un mensaje. ¿POR QUÉ NO FUI?" Y me di cuenta que, si hubiera ido a merendar aquella vez, no me hubiera sentido mejor. De hecho, no sé si el golpe no hubiera sido todavía más duro. Me di cinco minutos, lloré, temblé y de repente me detuve. Me reincorporé, me sequé las lágrimas de un ojo y del otro, saqué valentía de donde no la había y llamé a todo el mundo. A todos aquellos a los que era necesario avisar. Se lo debía.
No quería estar sola, de hecho, ninguno de nosotros quería. Y terminamos todos juntos en un living, recordando anécdotas tan lindas como el sonido de su risa. Acompañando a estas anécdotas con varias carcajadas, como a él le hubiera gustado.
Y cuando volví a mi casa, bajando las revoluciones sólo para poder enfrentar el día que iba a tener por delante, me acosté y lloré. Con una tristeza tan grande, de esas que se meten dentro tuyo y echan unas raíces enormes. Que después son muy pero muy difíciles de remover. Por supuesto no pude dormir, pasé las horas como pude y me di una ducha, quería un baño de realidad, pero no lo conseguí. Volví a hacer llamados y partí a encontrarme con gente. Para que después llegara el momento de verlo a él. En realidad, de ver el legado que él ya había dejado.
Llegué al lugar acordado, a la hora acordada y no podía creer lo que había ante mis ojos. Una cantidad de gente que jamás había visto en una situación parecida, de todas las edades, de todos lados. Todos unidos y conectados por un único motivo en común. Franco. No recuerdo bien todo lo que siguió, y tampoco quiero hablar de lo que sí recuerdo, son unas sensaciones que prefiero guardar para más adelante. Pero lo que quiero rescatar fue el apoyo que recibí, no sólo de mis papás que estaban ahí acompañándome, sino también de los amigos incondicionales, que por supuesto no estaban ahí por mi, pero que se tomaron un minuto de más para asegurarse de que yo estuviera bien. Las profesoras, los padres de mis amigos, todos. Me sentí tan querida, tan contenida y a la vez tan sola. Sola porque no podía decir cómo me sentía, sola porque hasta había quedado seca de lágrimas.
Y a la tarde partimos para el club, el club que lo había visto crecer, que lo había visto festejar y hasta actuar de profesor y cómo no, de planillero. Y nos reunimos todos ahí, sus amigos, su familia, su gente, todos para regalarle un último aplauso, una bandera hermosa hecha por sus compañeros de equipo que más que compañeros, eran los amigos que el deporte le había regalado. En una ceremonia corta pero emotiva todos le dijimos adiós en nuestros adentros, aunque en realidad no era una despedida, porque todos sabíamos que lo vamos a volver a ver, y que siempre va a estar dando vueltas para cuidarnos.
Salí de ahí con otro aire, con otra mirada, ni mejor ni peor, distinta. Y me fui a tomar un café con mi amiga de siempre, mi negrita. Más recuerdos felices que dejaron de lado el vacío por un rato, y después partimos. Llegar a casa fue muy extraño. Entrar a mi cuarto, sentarme por fin. No tuve otro reflejo que el de ponerme a escribir, tal cual lo estoy haciendo ahora. Porque necesitaba sacar las emociones del momento. Mi mamá me obligó a comer algo y a dormir porque de nuevo, no podía parar de llorar. Lo peor de todo era que ya llevaba despierta incontables horas y que por supuesto, tenía fiebre. Me dormí con miedo, ese miedo que había descrito minutos antes cuando escribía, pero me dormí al fin.
Me desperté nerviosa, volví al mismo lugar, estaba dispuesta a no dejarlo solo, a acompañarlo a su último lugar físico. Y así se inició una nueva procesión, de nuevo repleta de gente. Porque Franco era así, no había absolutamente nadie que no lo quisiera, nadie a quien no le hubiera llegado la noticia tan triste. Y de nuevo como en ritual, quienes tuvimos el valor de ir, lo vimos desaparecer para siempre. Dejando en nosotros los mejores recuerdos, las fotos, los videos, todo.
Y yo tengo más que sólo tristeza. Tengo orgullo, de haberlo conocido, de poder decir que él llegó a quererme casi tanto como yo a él. Puedo decir que nos considerábamos especiales el uno al otro. Y puedo estar segura de que, aunque no lo pueda ver, aunque no pueda escuchar su voz sin citar a mi memoria o sin mirar algún video, él siempre me va a acompañar.
Porque como dije antes, Franco además de ser mi amigo, era mi hermano, era alguien que tenía un corazón nunca antes visto, tan pero tan inmenso y puro, que simplemente no podía vivir en este mundo. Porque tenía una misión, porque no era humano. Estoy convencida de que es una de las mejores cosas que me pasó en la vida. Lástima que nunca se lo haya dicho. Sé que llegó a mi vida para cambiarla para siempre, para hacerme ver un mundo de cosas que yo no era capaz de ver. Y sé que dondequiera que esté, me vigila, me acompaña y nunca me va a dejar. Porque es mío, es parte del viento que todos los días me despeina, que me devuelve a la vida. El viento que me empuja, el aire que respiro. Está en todos lados, siempre lo va a estar. Y cuando sane la herida, cuando deje de doler, sé que él va a hacer que yo pueda volver a sentirme bien. Aunque para eso todavía falte.
Porque no hay día que su cara no se cruce por mi mente, porque no habrá momento en el que deje de pensar en él como el ser más grande que conocí. Porque su risa y su forma de mirar son dos cosas que no voy a olvidar jamás. Mío para siempre.

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